martes, 31 de marzo de 2015

De kilometros y mares

A la pequeña gata de Cheshire la felicidad nunca le dura demasiado. Da igual que se lo curre poco, mucho o nada, que se deje las ganas en el intento, o las uñas, o las lágrimas. Da igual lo que haga, si lo sabremos bien, que a la pequeña dama siempre se le escapan los príncipes por la ventana y las alegrías rumbo a las estrellas.

Ella sabe que no debería basar su sonrisa en la de otra persona, pero, ¿qué le podemos enseñar a nuestro ángel que no sepa ya? Ella es feliz, y luego se enamora. Se enamora y entrega todo su ser a quien ama, sin tener en cuenta ni siquiera que quizás no sea correspondida. O que si lo es, pasará algo, sea lo que sea, y la dañará. Ya ha pasado muchas veces por ello. Ha visto, una y otra vez, como el amor se marchaba. Aldo. Sergio. Y todos los que vinieron después. Por descuido, por desamor, o porque otra vino para llevárselo. Que era en realidad cuando más dolía, cuando tenía que verles salir de su vida sabiendo que una vez más no había sido suficiente para ellos.

Angie está sentada en el balcón, encogida en su rincón y tratando de vislumbrar, a lo lejos, la ciudad que dejó para encontrarse a sí misma. Es obvio que no va a ver nada, les separan 2000 kilómetros de tierra, mar y sentimientos, pero por alguna razón ella sigue mirando hacia las montañas, esperando ver algo. Le han vuelto a romper el corazón, aunque no es definitivo. Con ella prácticamente nada es definitivo hasta que ella dice basta, y lo dice bastante poco. Casi nunca. Sólo cuando ha perdido la esperanza. Y ahora está mirando a las montañas en busca del mar, en busca de las olas que le traigan lo que alguien se llevó, y no sabe qué hacer. Sólo llora, bajito, en silencio, porque es aún temprano y todos están ya en casa y alguien la podría oír. Y podrían tratar de ayudarla.

Y ella no quiere ayuda. Sólo quiere que él vuelva.

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